domingo, 18 de agosto de 2013

Santa María de Iquique

La masacre de Santa María de Iquique:
contextos y debate político en la Cámara de Diputados

por David Vásquez 


El país hacia el 1900: antecedentes generales
La llegada del nuevo siglo encontró a Chile en un momento de profundos cambios, algunos de ellos terminales, como la crisis oligárquica y del régimen político, y otros fundacionales como el surgimiento de movimientos sociales, las inversiones públicas en infraestructura y educación producto de la riqueza salitrera o el ascenso de nuevos actores mesocráticos a la vida política. Un mundo terminaba y otro nacía hacia 1900.

La política nacional tenía como escenario principal las disputas y alianzas en el Congreso, protagonista de la vida política y de las decisiones públicas desde el triunfo de 1891 sobre el Presidente Balmaceda. El llamado parlamentarismo oligárquico se caracterizaba por el predominio sin contrapeso del poder legislativo sobre el gobierno y el Presidente a través de las interpelaciones a los ministros de Estado, la censura a los gabinetes, las obstrucciones a los proyectos de ley, dinámicas que, a fin de cuentas, respondían a los acuerdos e intereses coyunturales de los líderes políticos y los parlamentarios. Los temas doctrinarios del pasado que atravesaban las luchas políticas (temas religiosos, las leyes laicas, la libertad electoral, entre otros) fueron reemplazados por una dinámica estéril de luchas internas de la clase política, compuesta fundamentalmente por liberales —con distintos apellidos— conservadores, radicales y algunos atisbos de representación política popular a través del partido democrático.

Los partidos ejes de las combinaciones gobernantes eran el Partido Radical con la Alianza y el Partido Conservador con la Coalición. La estabilidad formal del sistema estaba dada por un consenso doctrinario más o menos general entre los partidos, cuyos líderes y representantes pertenecían a la pequeña oligarquía dominante, unidos por lazos familiares o comerciales y cuyas diferencias inmediatas se resolvían botando gabinetes, pero sin amenazar la institucionalidad ni a los mandatarios quienes cumplieron, salvo muerte prematura, tranquilamente sus respectivos quinquenios, desde Jorge Montt a Salvador Sanfuentes.[1] Asimismo, un dato fundamental para evaluar la estabilidad de las primeros años del nuevo siglo, es el auge económico del salitre. Sobre ello volveremos más adelante.

Una mirada un poco más detenida sobre las corrientes políticas más importantes nos muestra algunas de las tendencias comunes y también temáticas nuevas que los interpelaban desde la vereda de la impostergable «cuestión social». El conservantismo, heredero del peluconismo de la época de los decenios, se caracterizaba por su estructura cerrada, un club de señores tradicionales, terratenientes y católicos que eligieron 8 senadores en 1900, 11 en 1906, 12 en 1909 y luego bajan hasta cero en 1921, mientras los radicales subían, así como los demócratas.[2] Las tendencias eran claras y el conservantismo perdía influencia y terreno electoral, pero no poder e influencia en las decisiones políticas y económicas, además de su lucha en el período por la libertad de educación, contra el Estado docente.
Sin embargo, desde la encíclica Rerum Novarum del Papa León XIII en 1891, el pensamiento conservador fue asumiendo -—no sin mucha dificultad y recelo y sólo por algunos ilustres como el diputado Juan Enrique Concha, ya que la mayoría prefería la anterior encíclica Diuturnum Illud, fuertemente anticomunista-— una mirada hacia el mundo del trabajo y de la justicia social.[3]
El social cristianismo que reivindicaba un trato más justo con los trabajadores y una preocupación por su situación habitacional y educacional, llevó a algunos hombres ricos a fundar sociedades filantrópicas y construir con sus fortunas personales viviendas para obreros, como la población León XIII a los pies del cerro San Cristóbal.
El mundo liberal, compartiendo intereses y relaciones económicas y sociales con los conservadores, presentaba divisiones entre aquellos que compartían objetivos electorales con éstos, en la llamada Coalición liberal conservadora y quienes adscribían a un liberalismo más tradicional -—liberales democráticos o balmacedistas, liberales doctrinarios-— vinculándose con radicales y demócraticos en la Alianza liberal.
El liberalismo de principios de siglo adscribía al liberalismo económico, y defendía la lograda libertad electoral -—merced la comuna autónoma-— que significaba la no intervención del Ejecutivo en los procesos electorales, siendo reemplazada por la intervención del dinero en la compra de votos. El conservantismo era identificado con los propietarios de la tierra, mientras el liberalismo se nutría de la alta burguesía urbana y reunía en sus filas a comerciantes prósperos, industriales, altos funcionarios públicos y profesionales liberales que llegaron al senado como Vicente Reyes, Ramón Barros Luco, Juan Luis Sanfuentes, entre otros.
Interesante resulta el radicalismo que, junto con la vertiente liberal -—política y económica-— y distante de la problemática social que predominaba en su dirigencia, comenzó a asumir otro discurso más en sintonía con la realidad social y las desigualdades profundas del país, ahora más evidentes en los centros urbanos del norte y centro producto de las explotaciones mineras e industriales. Los ascendentes estratos medios de burócratas, empleados particulares, comerciantes y pequeños mineros significaron un respaldo al radicalismo, fortaleciendo las tesis más sociales de dirigentes como Valentín Letelier que se impuso en la Convención de 1906, aumentando paulatinamente su representación parlamentaria, pero aún lejos de posiciones más de avanzada que adoptaría en los años veinte.[4]
El elemento nuevo en el cuadro político de principios de siglo fue el Partido Democrático fundado en 1887 con el objetivo de «emancipar política, social y económicamente al pueblo» y conformado por artesanos, obreros más concientes, baja clase media y que obtuvo representación parlamentaria-— Angel Guarello, Malaquías Concha-— exclusivamente por convicción de su electorado pues no podía recurrir a los mecanismos de compra de votos que las otras tiendas políticas practicaban. Su fuerte se encontraba en las provincias de Tarapacá, Antofagasta, Valparaíso y Concepción.[5]
Paulatinamente su discurso, siempre dentro de la institucionalidad, fue moderándose y acercándose a tesis liberales, lo que llevó a dirigentes como Luis Emilio Recabarren a abandonar sus filas y formar una nueva tienda, el Partido Obrero Socialista en 1912, colectividad que adoptará el nombre de Partido Comunista diez años después.[6]
Por su parte, el panorama económico del cambio de siglo presentaba importantes dificultades estructurales, dentro del ciclo de bonanza salitrera. Hemos mencionado la influencia que el pensamiento liberal tenía en la elite del país a fines del siglo XIX, de una raíz ilustrada, racionalista con una profunda confianza en la ley y el derecho como matrices del desarrollo político y el «laissez faire» como escenario del desarrollo en lo económico.
Sin embargo, el Estado tuvo una importante participación como «facilitador» de esa libertad privada para las últimas décadas del siglo y las primeras del siglo XX. Siguiendo a Oscar Muñoz [7], el Estado institucionalizó el régimen político y sus vías de funcionamiento y canalización de la opinión pública; también generó todo un ordenamiento jurídico en lo civil y en lo económico; asimismo funcionó como mediador de los intereses de la oligarquía local y los inversionistas extranjeros; y del mismo modo, invirtió en una serie de obras e infraestructura pública, medios de transporte y vías de comunicación que permitieron el desarrollo de la agricultura y la minería.
Como señala Muñoz,«El fundamento de este proceso está en la necesidad de regulación del órgano social, lo que en una primera etapa que cubre la segunda mitad del siglo XIX hace indispensable el ordenamiento jurídico, político y económico, así como el desarrollo de una infraestructura material. En etapas posteriores, a la vuelta del siglo, ese ordenamiento pasa a incluir aspectos sociales y laborales»[8]
Cargamento de cachuchos con salitre.
El auge salitrero significó para el Estado chileno una importante entrada de recursos durante casi cincuenta años, por la vía de los derechos de exportación sobre el valor total del salitre y yodo. Para el período 1880-1924, los costos de producción bordearon 1/3, las ganancias netas de los capitalistas otro tercio -—fundamentalmente capitalistas extranjeros que a fines del siglo XIX representaban cerca de dos tercios de la industria salitrera-— y el tercio restante lo percibió el Estado.
Es decir, añaden Sunkel y Cariola: «...el estado chileno logró apropiarse de aproximadamente la mitad del excedente generado en la actividad salitrera lo que constituye seguramente un fenómeno sin precedentes en la época». [9] No debe ignorarse, sin embargo, que el Estado, así como las actividades económicas, eran «administrados» por la misma elite dirigente.
La relevancia de la industria salitrera en las entradas del fisco chileno queda de manifiesto al comparar su impacto en el tiempo. Hacia 1880, los tributos representaban menos del 5% de las rentas ordinarias. En 1890, esa proporción había subido al 48%; en 1910 llegó al 51%, mientras que para 1915, los impuestos a las exportaciones del salitre significaban un 60% de las entradas de la nación. Según Sunkel y Cariola «En los cincuenta años del período 1880-1930, el total acumulado de los derechos pagados por el salitre y yodo llegó a casi mil millones de dólares (corrientes)».[10]
Siguiendo las conclusiones de los mismos autores, las ganancias netas de los inversionistas -—locales y extranjeros-— habrían alcanzado una magnitud similar en el período 1880-1930.
Se mencionó arriba el rol del Estado como facilitador de la iniciativa privada económica desde fines del siglo XIX. Asimismo, queda de manifiesto el control que los grupos oligárquicos ejercían sobre las instituciones al reformular las cargas tributarias, suprimiéndose una serie de impuestos internos a la propiedad en la década de 1880 y desplazándose otros desde el gobierno central a los municipios, todo ello en virtud de los enormes recursos que proporcionaba el salitre. «No se observa, en cambio, la misma prontitud para regular las relaciones entre capital y trabajo -—señala Oscar Muñoz-—,las que deberán esperar varias décadas y la agudización de los conflictos para comenzar a plantearse".[11]
La industrialización de las grandes ciudades, además de las faenas mineras del norte que generaron importantes procesos migratorios, significó la aparición de núcleos de trabajadores urbanos medios y proletarios que laboraban y vivían en muy precarias condiciones y marginados de luchar por sus intereses en el sistema político o incidir en las agendas legislativas de la época. Las organizaciones de trabajadores a fines del siglo XIX —-señala Sergio Grez[12] -—estaban conformadas por mutuales, cooperativas, escuelas de artesanos, orientadas al mejoramiento material, a la ilustración, a la formación moral, al socorro mutuo, al ahorro, entre otras inquietudes «regenerativas», hasta que las demandas comenzaron a articularse políticamente.

Añade Grez: «...en el plano político, la adhesión inicial a los ideales del liberalismo había dado paulatinamente paso a una corriente sui generis de liberalismo popular, que progresivamente había tendido a distinguirse y luego a separarse del liberalismo de las elites dirigentes. La vía de las reformas graduales, que apuntaba a la transformación del régimen liberal en sistema democrático, aprovechando las libertades existentes para ponerlas al servicio de los intereses de los trabajadores, llevó a los militantes populares a romper con el liberalismo ‘de frac y corbata’ y a organizar en 1887 una representación política independiente: el Partido Democrático.»[13] Colectividad que, como se señaló antes, fue moderándose con los años hacia el centro liberal.

Sin embargo, las organizaciones obreras adquirieron mayor presencia, variedad y desarrollo ideológico a comienzos del siglo XX a través de otras vías: las sociedades de resistencia de orientación socialista y anarquista. Concluye Grez: «Si hasta fines del siglo XIX, la cultura, el proyecto y el ethos colectivo del movimiento popular organizado podía sintetizarse en la aspiración a la ‘regeneración del pueblo’, hacia la época del baño de sangre de la escuela de Santa María, el movimiento obrero ya enarbolaba la consigna más radical de ‘la emancipación de los trabajadores”.[14]
La situación para las clases trabajadoras a principios del siglo XX era deplorable. Además de las injustas condiciones laborales, la ausencia de legislación del trabajo, las miserables condiciones de vida y de habitat, especialmente en las ciudades, hay que añadir el proceso inflacionario que experimentaba el país, producto del aumento del papel moneda -—desde 1898 a 1924 rigió la inconvertibilidad, aumentando el circulante y la inflación-— lo cual deterioraba día a día el poder de compra de los más pobres. Señalemos que el año 1907, la inflación alcanzó al 34.35%, la más alta del período 1880-1925.[15]

Parte importante de los recursos provenientes del auge salitrero fue invertido por el Estado en su crecimiento, en infraestructura pública funcional al desarrollo del país y en cobertura educacional. Así, para 1880, el total de empleados públicos alcanzaba los 3 mil. En 1900 era de 13 mil y en 1919, los funcionarios del Estado alcanzaban los 27 mil. Por su parte, la red ferroviaria pública tenía en 1900 casi los mismos kilómetros que la privada -—un poco más de 2000-— llegando a más de 5 mil en 1915, 2 mil kilómetros más que las vías privadas (3 mil aquel año). Asimismo, en educación, los establecimientos fiscales -—enseñanza primaria, secundaria y superior-— presentan un importante aumento: de 531 en 1860 a 1.313 en 1895, y a 2.238 10 años después, para alcanzar más de 3 mil en 1915. En consecuencia, el número de alumnos para esos niveles también aumentó notablemente: de 20.485 en 1860 se pasó a 152 mil en 1895, luego a 291 mil en 1910 y superando los 400 mil en 1920.[16]
El cambio de siglo, asimismo, encontró a cierta elite intelectual sumida en un diagnóstico pesimista, frustrado respecto del desarrollo del país y de las prácticas políticas, como si se viviera en una prosperidad artificial autocomplaciente y a punto de desvanecerse. La llamada «crisis moral» para el Centenario se alimentaba de discursos transversales, de variado origen: desde la queja xenófoba de Nicolás Palacios, pasando por la conciencia crítica de la cuestión social según Alejandro Venegas -—el Dr. Valdés Canje-— y la crítica social, ideológica y política de Luis Emilio Recabarren, el desplome de la fe en el progreso del radical Enrique Mac-Iver hasta el crepúsculo del empuje nacional denunciado por Tancredo Pinochet o la siquis y la raza locales como factores de la decadencia económica que diagnosticara Francisco Encina.[17]
El Parlamento a principios de siglo
En su tratado sobre los orígenes del Estado y sus instituciones, publicado en 1917, Valentín Letelier describía el sistema político chileno -—de acuerdo a lo que la ley señalaba-— como una República democrática basada en el derecho a voto de los hombres mayores de 21 años alfabetizados. Y luego añade:
«Pero si el derecho no es derecho sino cuando es hecho, a la ciencia no le basta conocer la regla escrita; tiene que averiguar lo que hay en la realidad, y lo que hay en la realidad es: 1° que no sabe leer y escribir más de la quinta parte de la población de la República; 2° que de esta porción no se inscribe en los registros ni siquiera la quinta parte; 3° que de los inscritos más de la mitad no concurren a votar; y 4° que de los concurrentes, los tres cuartos delegan su conciencia en manos del cura, del hacendado o del prefecto de policía. Conclusión: mientras el derecho escrito nos halaga con la ilusión de que vivimos en una perfecta democracia, el derecho real, el derecho que la exégesis ignora, nos tiene sujetos a una oligarquía tan corruptora como diminuta».[18]
La noción de una sociedad profundamente escindida, fragmentada y en que la política era un juego de salón para señores ilustres, algunas veces asumiendo roles en los efímeros gabinetes y otras, como diputados o senadores, también fue ácidamente descrita por Alberto Edwards, -—lúcido testigo de su época como Letelier-—, resaltando su inmovilidad, casi como una «paz veneciana»:
«Los grandes cambios que se venían produciendo en la estructura social del país, en nada, o muy poco, afectaron al panorama de la política. En cuerpo, pero sobre todo en espíritu, la antigua oligarquía continuó dominando. El personal político, los miembros de las Cámaras se reclutaban en buena parte dentro de las mismas familias y círculos sociales de antaño... Los mismos hombres nuevos que cada
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El Diario Ilustrado, 25 de diciembre 1907.

elección llevaba al Congreso en pequeños grupos, no tardaban en asimilarse al ambiente tradicional... La aristocracia los absorbía moralmente».[19]
Durante el período en comento hubo innumerables rotativas ministeriales, sucesivas crisis de las alianzas políticas, importantes movimientos huelguísticos, sin embargo, la clase política mantuvo la institucionalidad republicana inalterada, lo que no es cuestionable en absoluto, salvo cuando se trata sólo de una complaciente fachada artificial. Los Presidentes se sucedieron oportunamente, el Centenario se celebró dignamente. El ciclo salitrero financió tal estabilidad hasta que la «cuestión social» ya no pudo seguir postergándose, nuevos actores mesocráticos acudieron a exigir su parte y el ciclo entero inició su decadencia.

Más allá de esta mirada crítica -—y generalizada a otras esferas del quehacer nacional como señalaran los comentaristas de la crisis señalados antes-— la institución parlamentaria era el escenario fundamental -—aunque no el único, pues en los clubes y salones privados también se negociaba y hacía política-— de las decisiones y del debate de los temas nacionales. Fue este período y esta institución, una escuela cívica para muchos -—en términos del historiador Julio Heise-— y peldaño indiscutible para quien pretendiera alcanzar la Presidencia.[20]

Según este autor, el período parlamentario configuró un escenario de tranquilidad política y paz interior sobre la base del estricto acatamiento a las prácticas parlamentaristas, como la rotativa ministerial -—que para algunos denotaba incapacidad y esterilidad en la gestión-— una verdadera válvula de escape para las tensiones políticas en medio de un juego democrático entre gobierno y oposición, sin violencia política, con pluralismo, libertad de expresión y respeto a la Constitución.

Añade Heise: «A los cuerpos legislativos y demás instituciones políticas sólo podía llegar el contribuyente. La democracia burguesa, con exclusión de los que nada poseen, era la única fórmula posible dentro del clima mental de la época. Y será precisamente este convencimiento el que entre otros factores produjo la estabilidad social, el que dio a la estructura política parlamentaria su solidez, su autenticidad, su justificación histórica».[21]
Si bien a nivel del parlamento no había mayor preocupación corporativa por asumir los temas sociales -—no hubo en el Congreso una comisión permanente dedicada a los temas de legislación obrera sino hasta la que creó la Cámara en 1912-—, sí hubo personajes que levantaron la voz para denunciar el estado de cosas, como el ya mencionado Valentín Letelier, diputado a fines del siglo XIX y que entrando al XX encabezaba el sector más progresista del radicalismo en la convención del partido en 1906 o Manuel Rivas Vicuña, diputado liberal promotor de la empantanada ley de instrucción primaria, entre otras y de múltiples iniciativas sociales y políticas expresadas en la convención liberal de 1907, así como el conservador Juan Enrique Concha, precursor del pensamiento socialcristiano.

Además, debe señalarse la presencia de diputados del Partido Demócrata, como Malaquías Concha -—su fundador en 1887-— y Bonifacio Veas, ambos potentes oradores tras la masacre de Santa María. Asimismo, debió estar Luis Emilio Recabarren en ese parlamento de 1906, pero fue despojado del cargo de diputado por Antofagasta a través de formalismos, aunque en el fondo fue considerado peligroso por sus ideas y por su arrastre popular en el norte: «A mi no me duele retirarme de esta Cámara. Es el pueblo el que se convencerá de que aquí no se admite a sus representantes», señaló entonces.[22]

A nivel de la cámara alta, se advierte -—en la primera década del siglo-— la poderosa presencia de los «señores del salitre», como Federico Varela, Daniel Oliva, Eduardo Charme y Rafael Sotomayor -—este último ministro del Interior durante la masacre de Santa María-— dueños o socios de importantes oficinas salitreras y con un poder y fortuna incontrarrestable a nivel local, situación -—sobre todo ésta última-— fundamental para obtener un sillón. Si con la libertad electoral el gobierno ya no intervino en las elecciones, la manipulación descansaba ahora en las «máquinas electorales» y el cohecho.[23]

Señala Gonzalo Vial: «Nada había más caro que ser candidato a senador, salvo ser candidato a Presidente de la República. Hacia 1910 se estimaba que este cargo costaba dos millones de pesos; una senaduría, quinientos mil y una diputación, cincuenta mil».[24]
Para dimensionar el escenario electoral -—en la perspectiva insinuada por Letelier-— señalemos que para las elecciones de 1906, presidenciales y parlamentarias, de una cantidad de 409.635 personas inscritas en los registros electorales -—de un potencial de 429.766 personas que constituían el universo electoral, es decir, el 13.5% de la población total del país (3.175.000 hbts)-—, votaron 216.492 (52.85%), con una abstención del 47.15%.[25]

Los sucesos de Iquique en algunos diarios santiaguinos y en la Cámara de Diputados

Una semana antes del fatal desenlace, en plena huelga, La Unión de Santiago en su edición dominical auguraba el escenario señalando:
«...estos agitadores no sólo dañan a los que les escuchan sino que son una amenaza para todos los intereses y para todos los derechos, una causa de perturbación del orden social y de descrédito para el país. Con esto nos dañan a todos los habitantes del país y todos tenemos
::derecho a exigir del gobierno que reprima con severidad y energía a estos enemigos del orden social, a estos audaces explotadores, a estos elementos malsanos de la sociedad (...). Ningún país puede tolerar que unas dos docenas de audaces anónimos y sin profesión ni rentas conocidas, estén de continuo azuzando el pueblo a la revuelta y provocando asonadas que producen la baja del cambio y el consiguiente recargo de los consumos». [26]

Mientras en Iquique la represión militar finalmente se concretaba aquella tarde del 21 de diciembre, en Santiago, en la Cámara de Diputados, el representante por la zona de Concepción, Fernando Baquedano, pedía la palabra y señalaba ante sus pares su inquietud respecto de la huelga del norte y la necesidad de información oficial por parte del ministro del Interior, el nacional Rafael Sotomayor. Agregaba además el diputado:

«Yo creo que, aún cuando no es del todo justificada la huelga del norte, es éste un movimiento sobre el cual debemos hacer un estudio especial, pues, puede decirse, que a este problema social están vinculados el desarrollo de la industria del salitre, el de nuestras riquezas y el mantenimiento del orden interno del país (...). Me atrevo a invitar a la Cámara a que entre a legislar, en forma definitiva, sobre las condiciones del trabajo y sobre las relaciones de los patrones y los obreros en las faenas salitreras (...). Se ha tratado de constituir la propiedad salitrera; de resguardar los derechos fiscales, en cuanto reportan beneficio para el Estado; pero poco o nada se ha hecho en lo que se refiere a la gente que con su brazo labra la riqueza del país».[27]
En estos términos abordaba también El Diario Ilustrado el conflicto, el día 22, sin conocer aún los detalles del desenlace:

«...Hasta aquí, el movimiento se presenta digno de toda consideración y respeto por su condición ordenada y pacífica, por sus solicitaciones en parte fundadas, en parte, acaso, imposibles de aceptar, pero en todo caso discutibles. Es verdad que cuando un movimiento de esta naturaleza alcanza tan gran desarrollo, aunque haya todo espíritu de paz y tranquilidad, son inevitables algunos incidentes desgraciados. Pero si hasta ahora la actitud y conducta de los huelguistas aparece satisfactoria y respetable, es difícil desprenderse de toda aprensión, al ver el desarrollo excesivo de la huelga, su organización extensa que ha hecho converger toda la masa de los huelguistas hacia la ciudad de Iquique (...). El producto íntegro de la industria salitrera se consume fuera del país; su pago es recibido en oro o moneda esterlina; los salitreros están perfectamente habilitados para satisfacer sin quebranto, dentro de la más completa normalidad de sus negocios, todos sus gastos de producción en oro o moneda esterlina. Presentada así, la demanda tiene buena base de justicia...» [28]
La siguiente sesión de la Cámara fue el 27 de diciembre, ya conocidos los hechos. El primer parlamentario que se refirió al
Interior de las faenas
tema fue Bonifacio Veas -—diputado del Partido Demócrata por Valparaíso-— quien, aprovechando la presencia del ministro Sotomayor, señaló:

«Parece que ya está haciendo escuela el no respetar las leyes relativas al derecho que tienen las clases populares de dirigir peticiones a las autoridades constituidas (...) . No debe olvidar el señor ministro que en este recinto hay diputados que no son adoradores del becerro de oro ni cortesanos de La Moneda, que no claudican de sus doctrinas y su principal deber es defender a los humildes y los intereses del pueblo».
Protestó, además, Veas, por la represión del gobierno contra manifestaciones populares en Valparaíso, por la censura informativa y el cierre de periódicos y más adelante se pregunta: «¿Por qué se han cometido esos asesinatos? Porque los obreros piden que se les haga más llevadera la existencia, que no se les robe su trabajo, que no se les pague con fichas, que no se les obligue a comprarlo todo en las pulperías de las oficinas, que se cierren los cachuchos”.[29]

Asimismo, en aquella sesión, el diputado por Curicó, Arturo Alessandri, en una larga intervención criticando al gobierno y su representante, el ministro Sotomayor, presente aquella tarde, por la censura y cierre de periódicos y apaleo a periodistas, derivó al punto central: el intento de silenciar las noticias del norte. Agregaba Alessandri:

«... el hecho es que el general Silva Renard que no había ido allá para dejarse impresionar por las griterías y por las banderolas, procedió únicamente, en vista de esas banderolas y griterías, a hacer disparar durante medio minuto las ametralladoras sobre el pueblo. Es decir, que en ese medio minuto se dispararon cinco mil tiros sobre una masa de ciudadanos que hasta ese momento estaban ejercitando un derecho que garantiza la Constitución del Estado: el derecho de pedir aumento de salarios y mejores condiciones para la vida (...) . Ahora bien, porque la prensa ha protestado contra estos procedimientos se la ha querido amordazar. Se quiere hacer callar a todo el mundo».
Y culminó Alessandri su intervención:

«Los movimientos populares hay que combatirlos yendo al origen del mal y dictando leyes que rijan las relaciones entre el capital y el trabajo, de manera que estas dos fuerzas se equilibren o que marchen paralelamente sin chocarse jamás y en forma armónica. Es necesario enseñar al pueblo, ilustrándolo, dándole la conciencia de sus deberes y de sus derechos».[30]
Por su parte, en la sesión del día siguiente, el diputado liberal por La Victoria y Melipilla, Jorge Valdivieso Blanco, salió a refutar a Veas y Alessandri —especialmente a este último— en lo que consideró un agravio hacia los generales del ejército de Chile, refiriéndose al general Roberto Silva Renard, quien “como jefe de la guardia militar de Iquique, se vio en la dura necesidad de usar de la fuerza: el resultado de esa contienda lo lamento yo personalmente, la Cámara y el país entero. Quería levantar este cargo contra un jefe del Ejército, que debe proceder ateniéndose a la ordenanza y no por sentimientos humanitarios...”

Y agregó: “Por otra parte, creo que no es este el momento de que la Honorable Cámara entre a discutir con tranquilidad cuál ha sido el rol de las autoridades del norte de la República en los acontecimientos en que han tomado parte, porque carecemos de los datos necesarios, y me parece que lo discreto y correcto es aguardar a que lleguen.”[31]

Dos días antes, El Diario Ilustrado postulaba la misma lógica que el diputado:

“¡Dolorosísimo sacrificio! A distancia del teatro de estos luctuosos acontecimientos, nos inclinamos a preguntar si era necesario tan doloroso sacrificio, si no se habría logrado alcanzar el objeto deseado sin pérdida de vidas o con pérdidas mucho menores (...) Pero consideremos que las autoridades de Iquique, sin interés alguno en las soluciones, que llamaremos económicas de la huelga, obligadas sí, al mantenimiento del orden, a la protección de vidas y propiedades, no podían carecer de espíritu de humanidad ni de fraternidad nacional... Es lógico suponer que si tan dolorosas medidas se vieron obligadas a tomar no quedaba otro arbitrio para el mantenimiento del orden público, obligación primordial de los gobiernos en las comunidades civilizadas”.[32]
En la sesión del 30 de diciembre, hizo uso de la palabra el diputado demócrata por Concepción y Talcahuano, Malaquías Concha, quien leyó un pormenorizado informe de los acontecimientos de Iquique, sus antecedentes e implicancias, apoyado de abundantes citas de la prensa local, argumentando acerca del carácter pacífico del movimiento y de la responsabilidad de sus dirigentes en conservar el orden, así como de la colaboración inicial prestada por las autoridades de la ciudad -desmintiendo de paso el supuesto peligro social que significaba para la ciudad la llegada masiva de los huelguistas— y la posterior reacción de aquellas, decretando estado de sitio sobrepasando —según Concha— la Constitución, sin autorización ni conocimiento del poder legislativo, y finalmente disparando sobre la masa inerme de obreros y sus familias. Su crítica apuntaba directamente al ministro Sotomayor.

Señalaba el diputado Concha:

“...Ha llegado el momento de que la Honorable Cámara aprecie la responsabilidad política, civil o criminal que corresponda al señor ministro del Interior con motivo de una violación constitucional que no puede quedar impune. Si el señor ministro ordenó la matanza,
::asume la responsabilidad como autor; y si no ha puesto remedio a un mal que no ordenó, asume la responsabilidad política”.[33]

Contrastan las versiones sobre las condiciones de vida de los obreros salitreros en la editorial de El Diario Ilustrado:

“La violencia de los movimientos populares de la región salitrera es efecto de la desolada naturaleza y de la misérrima vida que llevan los trabajadores. Allí se concibe ese suicidio brutal, en que algún infeliz muerde un cartucho de dinamita, prende fuego a la mecha y espera impasible y estoico el estallido que esparcirá sus miembros palpitantes sobre la costra removida de la desierta pampa. En la oficina salitrera, la administración se levanta casi suntuosa, cerrada al exterior con rejas de fierro y batientes blindadas; allí está la abundancia y la frescura del ambiente. Cerca se halla la población de trabajadores: una calleja sucia formada por dos hiladas de cuartos de muralla de costra (corteza dura del suelo salitroso) y techo de fierro galvanizado. El calor en el día es insoportable; en la noche la camanchaca produce un descenso considerable de la temperatura, que los débiles techos y muros dejan pasar. Tratándose de habitaciones que son las únicas, de residencia forzosa, creemos que el Gobierno está obligado, en defensa de la salud y vida del trabajador, a fijar un modelo de construcción y una extensión mínima y cerrada para cada familia”. [34]
y en la de El Mercurio:

“Las condiciones en que se desarrolla el trabajo en las faenas salitreras, colocan al obrero en situación ventajosa respecto de las demás labores de la explotación agrícola o industrial del resto del país. En general puede decirse que la remuneración del trabajador es allí amplia y que ningún gremio recibe mayores compensaciones y tiene más facilidades para la vida y más oportunidad para el ahorro, que el de los peones y jornaleros empleados en la extracción y beneficio del nitrato. El jornal alto, la habitación gratuita, la pulpería a precios equitativos, la alimentación abundante y relativamente más baja que en el sur, compensan sobradamente el esfuerzo del hombre y los rigores del clima y las arideces del territorio (...) . La detención del trabajo en las salitreras perjudica, más que a los capitalistas, a los huelguistas mismos, pero beneficia a los agitadores. Y como lo hemos dicho, no hay causa visible que justifique los acontecimientos (...). A pesar del carácter pacífico de este movimiento, y de la conducta mesurada de los huelguistas, los antecedentes expuestos nos inducen a mirar lo que ocurre en Iquique como hechos de excepcional gravedad. La lección puede, no obstante, ser oportuna para que se prevenga su repetición, antes de que las raíces de esta escabrosa cuestión social sean más profundas...”[35]
Por su parte, en la Cámara, el ministro Sotomayor finalmente tomó la palabra, luego de varios días, para hacer sus descargos y en una
Ministro Rafael Sotomayor (a la izquierda) Diputado Malaquías Concha (abajo) Diputado Arturo Alessandri (arriba) Diputado Bonifacio Veas (a la derecha)
extensa intervención —interrumpida en varias ocasiones por los diputados Veas, Alessandri y Concha— justificó los hechos en virtud del fin promordial del gobierno de amparar la propiedad, la vida y el orden social:

“Sin garantizar el orden público y la vida de los habitantes, no hay gobierno, no hay autoridad, no hay sociedad, no hay progreso, no hay nada, es el caos (...) hubo un instante en que el movimiento dejó de ser respetuoso e inofensivo, un momento supremo en que esas mismas benévolas autoridades comprendieron que no quedaba otra cosa que hacer que lo que se hizo, como muy bien lo deja comprender el parte del señor Silva Renard. El honorable Diputado por Concepción -—refiriéndose a Malaquías Concha-— para llevarnos al terreno de las impresiones, ha tenido que inventar una novela en que juegan como resorte principal montones de cadáveres. Todo esto es obra de la fantasía del señor Diputado”.[36]
Esa semana, El Mercurio, una vez conocida la magnitud de los acontecimientos, reorientaba su opinión, apelando al gobierno y los legisladores:

“A la ley de febrero de 1906 sobre habitaciones para obreros que se cumple lenta e ineficazmente, a la dictada últimamente sobre descanso dominical, debemos agregar un código o un conjunto de disposiciones relativas a la duración de la jornada, al trabajo de las mujeres y de los menores, a las condiciones de los locales e instalaciones de industria; a los seguros obreros, a las pensiones de los inválidos del trabajo, a la implantación del contrato de trabajo y de la consiguiente ley sobre huelgas, que las prevenga o termine por medio de la conciliación o el arbitraje (...). Los legisladores y los encargados del poder público tienen el deber de estudiar cuanto antes el arduo problema, que si bien puede recibir una aparente solución, quedará solamente diferido, y siempre latente, como la más grave de las cuestiones relacionadas con la vida nacional, mientras no se adopte la legislación que invocamos”.[37]
Al final de la extendida sesión referida —-acompañada de gritos y manifestaciones en los palcos-— y señalando que las explicaciones del ministro no eran satisfactorias, los tres diputados acusadores dieron carácter formal de interpelación a sus intervenciones, iniciándose en la sesión siguiente —-2 de enero-— un intenso debate acerca de la situación social en el país en que el ministro Sotomayor, junto con sostener que en Chile no había diferencias de clases, mantuvo firme la postura de defender a cualquier costo el orden y la propiedad e intereses de los salitreros locales y especialmente de los extranjeros:

“... deberíamos tener una gratitud inmensa para esos hombres —se refiere a Silva Renard— que así cumplieron con su deber manteniendo el orden y la tranquilidad pública. Ellos impidiendo ese movimiento

subversivo, han salvado al país de una vergüenza y de futuras complicaciones internacionales, y a la población de Iquique de ser asaltada por una turba de bandidos (...) así como de las reclamaciones extranjeras que habrían sido de fatales consecuencias”.[38]
Asimismo, el ministro se refirió en aquella oportunidad a los reclamos por las clausuras de medios de prensa, cuestión que interesaba particularmente al diputado Alessandri, el cual preguntó a Sotomayor por qué la autoridad cerraba periódicos y amenazaba a periodistas y directores de publicaciones que informaban y criticaban al gobierno por los hechos de Iquique y no actuaba de la misma forma con los diarios que incitaban a la disolución del Senado, a lo cual el ministro del Interior respondió:

“El diario la Epoca es un periódico que tiene entre sus lectores alguna gente inconsciente y ha publicado noticias falsas para incitar al pueblo a la venganza, pero no son lo mismo los periódicos que están llamados a circular en las clases altas de la sociedad, aunque en ellos se hable de sedición. Esos artículos no hacen mayor daño (...) No pasa lo mismo con el pueblo que discierne poco y que, fácilmente, se puede sentir animado para subvertir el orden público”.[39]
En su retórica política llama la atención que el ministro asumía vivir en un país tranquilo en que debía prevalecer el orden y la seguridad de la propiedad, sin conflictos sociales pues no había diferencias sociales, o él no las percibía. Su percepción, su imagen del otro —el obrero— era de personas manipuladas por agitadores o directamente, bandidos, organizando desorden e inseguridad.

A juicio del diputado Alessandri, el gobierno debía realizar una amplia investigación que arrojara plena luz acerca de los graves sucesos de Iquique, de manera de precisar las responsabilidades directas que le cabían. Más adelante, en la misma sesión —3 de enero— Alessandri sostiene: “Los hombres de Estado de Chile tienen la obligación de saber que este siglo XX es de fermentación social; que durante él y desde hace tiempo, se levanta y surge entre nosotros lo que se llama el problema obrero”.[40]

Cabe destacar, por su parte, la intervención del diputado conservador por Lebu, Cañete y Arauco, Luis Izquierdo, defendiendo la labor del ministro Sotomayor, tanto en lo referido a los hechos de Iquique como al posterior cierre de periódicos, aunque repara Izquierdo en la necesidad de una legislación adecuada que regule los conflictos. Señalaba Izquierdo respecto al desenlace de la huelga salitrera:

“Hay en el movimiento obrero que los originó (se refiere a los hechos de Iquique) envueltas dos cuestiones diversas: una cuestión de orden público y, enseguida, una huelga, una cuestión obrera, un conflicto entre patrones y trabajadores, un problema social, si quieren
::los honorables diputados demócratas, que interesa a la autoridad pública e interesa también a la acción legislativa (...)Todos esos movimientos presentan aspectos y dificultades comunes que convendría resolver por medio de una legislación permanente que reglamente en cuanto sea posible el trabajo en los grandes centros industriales, que defina las relaciones de patrones y obreros, que abra camino a la solución conciliatoria del arbitraje y que propenda, como quieren los honorables diputados demócratas y como querrá toda persona que ame la justicia, a la distribución equitativa del producto de la riqueza entre el capital y el trabajo, entre el patrón y el obrero...”[41]

Lo que en el fondo estaba en discusión era la interpelación al ministro Sotomayor, situación que no se votaba mientras no se presentaran todos los antecedentes que con el paso de los días llegaban desde Iquique, además de la lectura en sala in extenso de los telegramas y partes oficiales. Las sesiones se extendían largamente, casi siempre con los mismos parlamentarios mencionados haciendo uso de la palabra y el ministro respondiendo. En varias oportunidades el debate quedó inconcluso por el cierre de la sesión o por la ausencia de los diputados. Al final de la sesión del 10 de enero, ante el escaso número de parlamentarios que quedaba, el diputado Alessandri sostuvo irónicamente: “...la poca asistencia en la Cámara está demostrando las escasas fuerzas con que cuenta el Ministro. ¡Con un ministerio censurado, con un Ministro cuya conducta está en tela de juicio, y los señores diputados de la mayoría no vienen, o se retiran, dejando la sala sin número...!”[42]

Cabe señalar que durante aquellas sesiones se encontraba también en discusión la ley de presupuestos para 1908, situación que llevó al diputado conservador por Yungay y Bulnes, Alfredo Barros, a proponer una partida nueva “...para atender a las obras que tiendan al mejoramiento moral, intelectual y material de los obreros de las provincias de Tarapacá y Antofagasta... $300.000” iniciativa que fue modificada por Malaquías Concha, quien propuso destinar a este item $100.000 y asignar los $200.000 restantes: “...para socorrer y pensionar a las viudas y huérfanos de los que fallecieron con motivo de los sucesos de Iquique”. Finalmente, se propuso que la indicación del diputado Barros saliera del debate presupuestario y se tramitara como proyecto aparte.[43] El tema presupuestario absorbió totalmente las sesiones posteriores, retomándose la interpelación al ministro Sotomayor en la sesión del 24 de enero, no pudiendo —en aquella oportunidad— finalmente terminar su larga intervención el diputado Malaquías Concha, por falta de diputados en la sala.

En la sesión del 31 de enero, luego de hacer uso de la palabra, el diputado Bonifacio Veas —uno de los promotores de la interpelación— presentó un proyecto de acuerdo que consistía en nombrar una Comisión parlamentaria que se trasladara a Iquique “a investigar lo ocurrido el 21 de diciembre de 1907, con motivo de la huelga
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Plaza Montt, horas después de la masacre.
de los operarios de la pampa, y proponer las medidas conducentes a mantener la armonía entre patrones y obreros”.[44]

La discusión sobre la interpelación al ministro Sotomayor pasó al período ordinario de sesiones —inaugurado el 4 de junio de 1908— lo cual generó, dos días después, un breve debate acerca de la pertinencia de continuar con la interpelación. Al respecto, el diputado Julio Puga Borne, en virtud de las facultades de la Cámara, propuso como “...una medida de prudencia, acordar no continuar en ellas (se refiere a las interpelaciones pendientes) si sus autores no insisten en mantener los proyectos de acuerdo que dejaron formulados en el período anterior (...). A lo que el diputado Alessandri contestó: “Acepto, señor Presidente, como autor de uno de los proyectos de acuerdo pendientes, proyecto que ya ha perdido su oportunidad, la indicación del señor Puga...”[45]

A continuación, Malaquías Concha cuestionó el formalismo de votar o no el acuerdo, pero no cuestionó el fondo: no proseguir con la interpelación al ministro y sus responsabilidades por lo ocurrido seis meses antes en Iquique.

Y así fue aprobado.

En aquellos días, el Presidente Pedro Montt abrió las sesiones del Congreso —1 de junio de 1908— y leyó la tradicional cuenta al país frente a diputados y senadores. Respecto a lo sucedido en Iquique casi seis meses antes, señaló:

“En el orden interno, hemos lamentado dolorosos sucesos originados por la forma subversiva empleada por trabajadores de la provincia de Tarapacá para imponer sus peticiones al comercio e industria de esta provincia. El Gobierno cumplió su deber prestando eficaz amparo a las personas y propiedades. La frecuente repetición de hechos análogos manifiesta la necesidad de completar nuestra legislación con leyes que den mayores garantías al contrato de trabajo, que mejoren la condición del obrero y protejan a la sociedad contra los elementos malsanos que han llegado del exterior, como hoy se practica en casi todas las naciones. Para realizar estos propósitos, se han elaborado los correspondientes proyectos de ley que en breve se someterán a vuestra deliberación”.[46]
Al mes siguiente, el diputado Malaquías Concha aprovechó la presencia del ministro de Justicia, Domingo Amunátegui, para protestar por el ejercicio de la justicia en torno a los hechos de la escuela Santa María. Señalaba entonces el diputado:

“...en Iquique han acaecido sucesos de la más grave trascendencia; se ha ametrallado a una reunión de ciudadanos pacíficos, en número de siete u ocho mil, que ocupaban la escuela Santa María, en la plaza Manuel Montt, y a pesar de esto, no se ha conmovido una fibra de los miembros de la Corte Suprema de Justicia o de la

Corte de Apelaciones de Tacna para designar un juez severo que de garantías de imparcialidad a fin de investigar estos sucesos. En cambio, como escarnio de la suerte, el juez letrado de aquella localidad ha instruido un proceso, no contra los que ultimaron a los huelguistas, no contra los matadores, sino contra los propios huelguistas, acusándoseles de subversión contra el orden público, cuando habían sido víctimas de la tiranía más cruenta y dolorosa”. [47]
El ministro Amunátegui argumentó, por su parte, que no se podía haber enviado un ministro visitador a Iquique, pues, en esos momentos, los antecedentes se estaban tratando en la propia Cámara de Diputados y el Poder Judicial no se entromete en los otros poderes del Estado: “Creo que el abuso de que el Ejecutivo se entrometa en los asuntos judiciales es tan grave como el que los miembros del Congreso intervengan en la marcha de los Tribunales de Justicia: cada poder debe tener su esfera de acción propia e independiente (...). Y respecto al juicio contra los huelguistas, señaló el ministro que las sentencias de los jueces son revisadas por la Corte respectiva “...y si los presuntos culpables después de esta revisión, resultan inocentes, no sufrirán castigo alguno”.[48]

Finalmente, el diputado liberal democrático Enrique Zañartu, señaló en la sesión del 11 de julio un punto de vista, que en la práctica, llegó a extenderse por un buen tiempo:

“...respecto de los sucesos de Iquique, que todos lamentamos, los Diputados que deliberamos en esta Cámara, casa de vidrio al través de los cuales nos contempla el país entero, debemos trabajar porque más bien caiga sobre aquellos acontecimientos el manto del olvido, evitando de este modo que se fomente la división de clases”.[49]
En cuanto al anuncio hecho por el Presidente Montt, en su discurso del 1 de junio, respecto al envío de proyectos sobre legislación laboral —a raíz de Santa María de Iquique—, en la sesión del 23 de julio, el diputado Fernando Baquedano, aquél que pedía legislación laboral la tarde del 21 de diciembre de 1907, preguntó a la mesa si habían llegado dichos proyectos. No, señor, fue la respuesta del Presidente de la Cámara, Rafael Orrego. El ministro Amunátegui —presente en la sesión— respondió que el Gobierno pensaba organizar una comisión al respecto.[50]

Dejamos la revisión del debate parlamentario hasta aquí, fundamentalmente porque el tema no siguió siendo tratado. La interpelación al ministro Sotomayor no prosperó y éste dejó el cargo a fines de agosto, dándole paso a una nueva fórmula partidaria encabezada por el liberal Javier Ángel Figueroa como nuevo ministro del Interior.
Conclusiones
Al leer las intervenciones de los diputados en las sesiones de la Cámara de Diputados una vez conocidos los acontecimientos de Iquique, no puede negarse la calidad de algunas de ellas, como el caso de Malaquías Concha que tiene un estilo muy formal e ilustrado y de una gran contundencia y con acopio de conocimientos y citas clásicas; asimismo, Arturo Alessandri es un polemista más directo, punzante, con una gran claridad de quién es su adversario político y como enfrentarlo.

Cabe señalar que los representantes populares que levantaron la voz en la Cámara, pertenecientes al Partido Demócrata, Bonifacio Veas y Malaquías Concha adoptan una postura de defensa de los intereses de la clase trabajadora, protestando por la brutal matanza de obreros y extrapolando demandas y reivindicaciones al conjunto de la sociedad, denunciando sus iniquidades y las miserables condiciones de vida de los pampinos, pero sin poner en discusión la institucionalidad. Su reclamo es por condiciones más dignas para los trabajadores, dentro del sistema.

Llama la atención el silencio de los diputados liberal democráticos por Tarapacá y Pisagua, Francisco Subercaseaux y Oscar Viel, así como la de los restantes 89 diputados del período 1906-1909 (de un total de 94 diputados). Los mencionados Veas, Alessandri y Concha fueron los únicos parlamentarios que intervinieron en las sesiones posteriores al 21 de diciembre, presentando interpelaciones al ministro Sotomayor, exigiendo su responsabilidad política y reflexionando intensamente sobre la “cuestión social”. La dinámica política de entonces, la discusión del presupuesto de la nación para 1908, los cambios de gabinete y el paso implacable del tiempo, derivaron las protestas y exigencias de investigación y responsabilidades hasta mediados del año 1908, momento en que las preocupaciones pasaron a ser otras.

Seis años más tarde, en 1913, una comisión de diputados viajó a las provincias de Tarapacá y Antofagasta a investigar denuncias sobre irregularidades en los servicios, recorriendo durante un mes salitreras, pueblos del interior, de la costa y ciudades como Iquique. Resulta un dato no menor constatar que en el informe no se hace mención alguna a los hechos de la escuela Santa María, salvo el recuerdo que hacen los trabajadores de la oficina Porvenir en un memorial presentado a la comisión parlamentaria en que señalan:

“...la propaganda sistemática de medio siglo que hubieran hecho mil anarquistas contra el patriotismo, jamás hubiera producido el gran

destrozo moral en el sentimiento de los obreros que las autoridades produjeron en sólo cinco minutos de fuego y mortandad”.[51]
Asimismo, el relato de las condiciones de vida de los obreros de las salitreras hecho por la Comisión, revela una situación tal de precariedad y explotación, que el petitorio de los huelguistas de 1907 resultaba plenamente vigente en 1913.

Por su parte, volviendo al período en comento, el gobierno, a través de su ministro Sotomayor se mantuvo desde el primer momento inalterable en su justificación: el orden y la protección de la propiedad estaban primero y debían ser protegidos ante los potenciales desórdenes provocados por elementos agitadores externos que manipulaban a los trabajadores. Así lo manifestó, por lo demás, el propio Presidente Montt ante las cámaras a mediados de 1908. Y la prensa santiaguina revisada presentaba en sus editoriales y comentarios un movimiento ordenado y pacífico, hasta el desenlace, en que el discurso de la prensa se alinea con las justificaciones oficiales.

En los siguientes años, las movilizaciones obreras persistieron, así como la legislación laboral fue lentamente ganando un espacio en la prensa y en la agenda política y los nuevos partidos obreros asumieron su rol de lucha social y política. El debate sobre el desarrollo y la “cuestión social” fue incorporando nuevos discursos y actores, particularmente aquellos que no tenían rostro para el ministro Sotomayor, pero sí habían sacrificado sus vidas esa tarde de diciembre de 1907. Bibliografía

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