domingo, 13 de enero de 2013

Colón: paradigma de la modernidad

Reflexiones irreverentes sobre el quinto centenario y un almirante perdido.

Luis N. Rivera Pagán


Todos aquellos que supieron de mi
inpresa con rixa le negaron burlando.
Cristóbal Colón
"Carta a los Reyes Católicos"
1501.



Introducción. ¡A las raíces!

Este acto es para mí motivo de honor por partida doble. En primera instancia, por invitárseme a dictar una conferencia en homenaje a dos insignes figuras del mundo académico y cultural puertorriqueño: doña Isabel Gutiérrez del Arroyo y don Ricardo Alegría. Agradezco profundamente la oportunidad de honrar a quienes con sus ingentes labores han fecundado la vida espiritual de nuestro país.

Isabel Gutiérrez del Arroyo ha sido paradigma de rigurosidad y elegancia en la investigación historiográfica, en la cátedra, en el atril de la conferencia pública y en sus nutridos ensayos. Sus notas eruditas y críticas a la obra clásica de Salvador Brau, La colonización de Puerto Rico, y sus apuntes sobre el desarrollo de la historiografía en nuestra isla, son ejemplos notables de sus muchos e insignes aportes. Ricardo Alegría nos ha incitado a reflexionar sobre la diversidad de los orígenes étnicos y culturales de la historia puertorriqueña, a la vez que se hace ubicuo fundador y director de entidades, como el Instituto de Cultura Puertorriqueña, el Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y el Caribe y el Museo de las Américas, que sirven de monumentos a esa historia y de promotores de aquellas actividades del intelecto y la imaginación que la enriquecen.

Isabel Gutiérrez del Arroyo y Ricardo Alegría han cuidado de las honduras de nuestro ser colectivo. Saben bien que el secreto para una ceiba frondosa o un cupey vigoroso estriba en sus raíces. Algo similar sucede con la identidad cultural y la conciencia nacional de un pueblo. Ambos han prestado especial atención al dramático y crucial momento del encuentro entre los aborígenes que por generaciones forjaban en esta tierra su cultura, religiosidad y sus tradiciones, con la súbita aparición de un ignoto pueblo europeo cristiano, irrupción a la vez civilizadora y exterminadora, evangelizadora y aniquiladora. Desde el primer momento en que esos indígenas se confrontaron con la presencia, para ellos trágica y apocalíptica, de los europeos cristianos, se hizo visible también otro ser humano, el africano, fácil de distinguir por la pigmentación de su fisonomía, marcado por el hierro y el destino de la esclavitud, cargado su espíritu por el menosprecio racial del bello color del ébano y por la maldición de Noé al segundo de sus hijos, compelido a participar en un proceso de conquista y colonización cuyos frutos otros usufructuarían.

El interés académico primario de Isabel Gutiérrez del Arroyo y Ricardo Alegría ha recaído en los orígenes de la vida espiritual de Puerto Rico. Es, pues justo, y apropiado que se les honre mediante un acto que constituye la primera conferencia universitaria formal a la que asiste la mayoría de los aquí presentes.

Es esta lección inaugural la primera ínsula notable en el mar tenebroso cuya travesía recién inicia la mayor parte de esta audiencia. Ése es mi segundo honor. Pido, por consiguiente, la venia de mis colegas claustrales para seguir la tradición establecida hace seis años por don José Echeverría Yañez, en la primera de las lecciones inaugurales de la Facultad de Estudios Generales, y dirigirme preferentemente a quienes se estrenan como estudiantes universitarios.

De las carabelas a las regatas (¡y una cacería humana!)


Y de orígenes tratamos hoy. Desde hace meses el mundo hispanoamericano festeja la efeméride del quinto centenario de la gesta en la que un marino genovés, bajo las órdenes de los Reyes Católicos de las Españas, al mando de una nao y dos carabelas surcó el mare tenebrosum y propició el trascendental encuentro entre pueblos, razas y culturas del cual surgimos. Todos presenciamos la visita a nuestras costas, a fines de diciembre de 1991, de réplicas de la Santa María, la Niña y la Pinta. Aguantamos la respiración cuando pieles rojas canadienses invadieron la Santa María para abandonarla sólo después de lograr la satisfacción simbólica de expresarles a los cónsules españoles y canadienses, en su idioma nativo y mediante sus ceremonias
autóctonas, lo que piensan sobre el evento del cual se festeja el aniversario número quinientos. Las naves fueron bien recibidas, a diferencia de la canoa Hatuey, a la que en 1987, en otro acto preparatorio del quinto centenario, se le prohibió la entrada a los puertos boricuas por las autoridades federales. Al parecer algún burócrata de la aduana norteamericana sabía suficiente historia como para conocer el carácter indómito y rebelde de Hatuey, uno de los primeros caciques antillanos en resistir la invasión europea.

También fuimos testigos del paroxismo de la Gran Regata Colón, en la que se dieron cita centenares de vistosas fragatas. Fue una fiesta popular, en la que aconteció de todo, inclusive una espectacular cacería de apuestos y viriles jóvenes extranjeros llevada a cabo con caribeño gusto por nuestras amazonas boricuas. Tengo a mucho orgullo el que una de mis hijas gemelas, Tamara, capturase una de las mejores presas, un joven oficial de la fragata argentina Libertad, quien, al perder su serenidad de espíritu envió un pasaje para que ella le visitase un par de semanas en Buenos Aires. Desde la guerra por las Malvinas no era tan vapuleado un buque argentino. Tras el viaje de mi gemela a la tierra de gauchos, hay un joven oficial porteño que baila el tango con marcado ritmo de salsa antillana. Felicitaciones a mi querida amazona y a todas las otras aquí presentes que convirtieron en leyenda internacional la seductora belleza de la mujer puertorriqueña.

Esta secuencia de eventos, la cual incluye el salsero pabellón puertorriqueño en la exposición de Sevilla, las olimpiadas de Barcelona y la audaz propuesta de unir en sagradas nupcias la estatua de Colón, situada en la mentada metrópolis catalana, con la neoyorquina estatua de la libertad, tiene lugar en el contexto mayor del festejo del evento magno tradicionalmente llamado descubrimiento de América.

Colón: paradigma de la modernidad científica


Este acontecimiento tiene un protagonista heroico, Cristóbal Colón, convertido por la ilustración y el positivismo en héroe cultural paradigmático, quien como alegado paladín de la ciencia, la experiencia y el conocimiento se enfrenta victoriosamente al pesado fardo de la ignorancia y superstición medieval. Se nos presenta a Colón con reverencia, como quien soporta por largos años de adversidad la burla de aquellos que parlotean dogmáticamente sobre la forma de un cosmos que en realidad desconocen. Desde fines del siglo dieciocho se transmuta así a Colón en náutico anticipador de Copérnico y Galileo.

En el caso del mundo hispanoamericano, a esa reverencia por el paladín del conocimiento empírico se une la reverencia por el Colón portador de las semillas de nuestra hispanidad civilizada y culta. Colón es, se alega, quien inicia la fecundación de la América salvaje y primitiva con la cultura literaria ibérica, a punto de florecer en su Siglo de Oro, matriz de universidades, bibliotecas, museos y catedrales.

A ello unen sus loas algunos jerarcas eclesiásticos que ven en Cristóbal Colón al Christo ferens, como él se nominaba, al portador de Cristo que lleva las bendiciones del evangelio a los pueblos paganos sumidos en falsas religiones. Así, una conquista colonizadora se convierte en empresa redentora y misionera. En el seno de la Iglesia Católica hubo el siglo pasado, en el contexto del cuarto centenario de la gesta, esfuerzos considerables por beatificar a Colón.

Los sumos pontífices Pío IX y León XIII, respaldados por centenares de obispos, propusieron tres veces su beatificación a la Sacra Congregación de Ritos. El papa León XIII tildó la gesta colombina como la hazaña más grandiosa y hermosa que hayan podido ver los tiempos. Luego añade que mediante ella, se aumentó la autoridad del nombre europeo de manera extraordinaria, uniendo así el evangelio con la autoridad del nombre europeo. Colón adquirió de esa manera, ribetes de devoto monje franciscano, que se unieron a su imagen de paladín del conocimiento empírico y de promotor cultural para configurar una de las figuras de héroe cultural mítico más impresionantes que ha forjado la fantasía moderna.

Los esfuerzos por beatificar a Colón, dicho sea de paso, no obtuvieron el éxito deseado por sus sacros promotores. Resultó imposible, en el seno de una iglesia atenta a estrictos moralismos, santificar a un marino que por más de dos décadas sostuvo amores con una concubina. Era pedir demasiado tener un santo con excesivas libertades eróticas.

Colón, iniciador de la modernidad; Colón, vencedor del salvajismo iletrado; y, San Cristóbal, nuevo apóstol de los gentiles. El aventurero ligur se transformó en icono mítico, en héroe cultural, imagen personificada de la ciencia occidental, subyugadora y transformadora del planeta a su imagen y semejanza, capaz de imprimir nueva vida a lugares recónditos, o de exterminar a quienes se oponen a su dominio —¿no fue acaso ése el destino fatal de nuestros indígenas?—; de icono mítico de la cultura de Occidente, con su literatura y sus artes, y sobre todo su radical distinción entre pueblos creadores de cultura y pueblos bárbaros, útiles solamente para servir a los primeros; de icono mítico del cristianismo, de origen semítico, pero adoptado y adaptado por Occidente, en sus reclamos de religión universal exclusiva, como instrumento legitimador de dominio global.

Nos encontramos, como puede verse por esta apretada síntesis, ante una proyección de una imagen mítica, hecha a la medida de los intereses occidentales de dominio global. Sería demasiado ambicioso de mi parte intentar, en su primera conferencia universitaria, desmontar la totalidad de la imagen mítica de Cristóbal Colón. Me limitaré a examinar al Colón propulsor de la modernidad científica contra la ignorancia medieval.

Conocemos el primer obstáculo a esa noción. Colón nunca aspiró a descubrir tal cosa como un nuevo mundo, un cuarto continente, ni mucho menos una tierra llamada América. Su objetivo al zarpar de Andalucía es otro y lo describe bien su cronista Bartolomé de las Casas: Lo que se ofrecía a hacer es lo siguiente: Que por la vía del Poniente... entendía toparse con tierra de la India, y con la gran isla de Çipango y los reinos del Gran Khan.

Colón pretendía hallar la ruta más corta y directa hacia las tierras orientales descritas a principios del siglo catorce por el viajero Marco Polo. Entre ellas se destacan el imperio del Gran Khan, la isla de Çipango (que algunos lectores entienden referirse a Japón), plétora de grandes riquezas, y un número considerable de islas fabulosas, contiguas al extremo oriental de Asia, y de las cuales el peripatético veneciano había escrito que: El oro abunda en las islas hasta producir asombro.

¿Por qué Colón se lanzó a su aventura marina? Por informado y valiente, contesta la historiografía mitológica. Colón mismo lo reitera. En los largos años que pasó en la corte portuguesa primero y en la castellana luego, escribe, todos aquellos que supieron de mi inpresa con rixa le negaron burlando. Veamos en qué consisten los fundamentos teóricos de su inpresa.

Colón concibe inicialmente al planeta como una esfera; desde la traducción al latín en 1410 de la Geografía de Tolomeo, lo hacía todo intelectual en el siglo quince que valiese algo (veremos luego el cambio que al respecto se operará en su mente). Lo peculiar de la geografía colombina estriba en su escaso cálculo de la magnitud del planeta. El estimado de Colón es relativamente pequeño, alrededor de veinticinco por ciento menor de lo que en realidad es, con seis partes cubiertas por tierra y una por agua. Las seis partes de tierra se dividen en tres continentes: Europa, África y Asia, la séptima parte acuática se compone sobre todo de un sólo gran mar, el mar Océano, contiguo a los tres continentes.

La escasa magnitud del planeta la deduce de lecturas precipitadas de los geógrafos clásicos griegos, latinos y árabes; la equivocada proporción entre la tierra y el océano la extrae de un texto bíblico apócrifo, El segundo libro de Esdras 6:42, que afirma que en la creación Dios recogió las aguas en una séptima parte de la tierra; las otras seis partes las hizo tierra seca... La trilogía de los continentes la obtiene, por una parte, de la búsqueda medieval de reflejos de la naturaleza trinitaria de Dios y por otra, de los textos bíblicos canónicos de Génesis 9:19 y 10:5, que aseveran que la tierra se dividió en tres regiones correspondiendo cada una de ellas a los tres hijos de Noé, Sem, Cam y Jafet, adobados éstos por la exégesis medieval de la leyenda evangélica, relatada únicamente por Mateo, de unos magos que llevan obsequios al bebé Jesús, y según la cual éstos son tres príncipes representantes de los tres continentes.

Como ven, es una cosmografía que de científica o ilustrada nada tiene. Sus raíces son el enredo conceptual y las especulaciones legendarias. Aceptémoslo: el llamado descubrimiento de América es el resultado de uno de los disparates conceptuales más colosales de la historia.

Algunos intérpretes insisten, en este contexto, en un objetivo evangelizador, misionero, primario. De acuerdo con esa lectura, el motivo principal que inspira a Colón a surcar el proceloso y desconocido océano sería religioso, la conversión de los paganos.

Hay ciertamente algo de eso desde el principio, como atestiguan el prólogo del Diario y el epílogo de su epístola de febrero de 1493. De los textos colombinos mesiánicos, uno de mis preferidos procede de 1501, tras su expulsión de la Española. Colón escribe a los Reyes una misiva que intenta demostrar que en sus empresas náuticas se cumplen las profecías bíblicas sobre la conversión al cristianismo de todos los pueblos, que él es el escogido por Dios para recuperar de manos de los aborrecidos musulmanes el santo sepulcro y es, además, figura apocalíptica que anuncia el advenimiento de los nuevos cielos y la nueva tierra prometida en el Apocalipsis. Para darle urgencia escatológica a sus negocios ilustra a los Reyes sobre la cronología universal. La historia, dice, durará siete mil años, como alegóricamente señalan los siete días de la creación. Desde Adán, polo inicial de la historia, hasta Cristo, su eje central, son çinco mill e tresientos y cuarenta e tres años y tresientos y diez e ocho días, como asevera el marino convertido en profeta, a los que hay que añadir, sigue, mill y quingentos y uno inperfeto, hasta él, nuevo pilar de la historia, para un total de seis mill ochoçientos cuarenta e çinco inperfetos. Por tanto, concluye, restan sólo ciento cincuenta y cinco años para el momento en que, en sus palabras, avrá de feneçer el mundo. Es un tiempo apocalíptico en el que advendrán la conversión acelerada de los paganos y la recuperación de la tierra santa. En ambas empresas apocalípticas, Colón se atribuye el papel protagonista.

Creo, sin embargo, que Felipe Fernández Armesto, en su reciente biografía de Colón, atina al indicar que esta mentalidad mesiánica y apocalíptica domina el escenario mental de Colón sólo tardíamente, tras el colapso de sus planes más seglares de explotación colonial económica. Es ciertamente especulación muy posterior a su zarpada del puerto de Palos.

Fantasía geográfica y realismo mágico


Retornemos a la incongruencia entre lo que Colón buscaba y lo que encontró. Buscaba a Asia y encontró a América. ¿Y qué? No siempre lo que encontramos coincide con lo que buscamos. Es lo que hace a la existencia interesante, además de arriesgada.

Además, la ciencia adelanta mediante el reconocimiento de sus errores.

Colón, empero, se niega inicialmente a rehacer sus concepciones cosmográficas a la luz de su propia experiencia. Tras explorar buena parte de lo que hoy conocemos como las Antillas, escribe, en el prólogo de su famosa carta del 15 de febrero de 1493: En treinta y tres días pasé a las Indias con la armada que los illustríssimos Rey e Reina, Nuestros Señores, me dieron, donde yo fallé muy muchas islas pobladas con gente sin número, y d'ellas todas he tomado posesión por sus Altezas.

Resistamos la tentación de desviarnos y llamar la atención a que Colón no dice en ese prólogo que él descubre algo. El acento recae sobre otro proceso diferente, de distinto significado histórico: la toma de posesión de las tierras encontradas.

Resistamos, repito, la tentación de señalar que el énfasis moderno sobre el descubrimiento de América es un encubrimiento de lo que Colón dice que hace, por ejemplo, el 15 de octubre de 1492: Mi voluntad era de no passar por ninguna isla de que no tomase possessión.

Lo que deseo recalcar hoy no es eso, sino el lugar al que afirma llegar: las Indias. Ninguno de los escritos colombinos de la primera expedición puede entenderse sino se ubican en la fantasía geográfica de Colón. Cree haber encontrado las islas orientales fabulosas, llenas de oro y valiosas especies descritas por Marco Polo.

Colón decide, en su primer viaje, a la altura de las Bahamas, no seguir al este, de haberlo hecho se hubiese tropezado con la Florida, y se torna al sudeste. Se adentra en el trópico, pues piensa, en consonancia con sus medievales ideas, que el oro surge en las tierras calientes, de mucho sol. Busca la fabulosa Çipango, y al encontrar la Española cree hallarla (es cierto que los nativos dicen algo como Çibao, pero es que los pobres no saben pronunciar tan correctamente como los europeos Marco Polo y Cristóbal Colón). Cree oír decir a los nativos que hay otra isla, Baneque, la cual se describe como isla que era todo oro. La imagen mítica de Baneque como isla aurífera provoca la hostil competencia entre Colón y Martín Alonso Pinzón, quien se aleja, a bordo de la Pinta, en su búsqueda. Algunos lectores, entre ellos Luis Lloréns Torres, y más recientemente el profesor Adam Szásdi, identifican a Baneque con Boriquén y presumen que el primer europeo en avistar nuestra isla no fue Colón en noviembre de 1493, sino Martín Alonso Pinzón en diciembre de 1492.

Probablemente tienen razón, pero cuidado no perdamos lo esencial; no se busca una isla real, sino un mito, una ínsula dorada. Al no encontrar la añorada ínsula aurífera, se conforma Colón con Çipango, a la que rebautiza con el nombre de Española y en la que piensa se encuentran Ofir y Tarsis, las legendarias minas
del rey Salomón.

Al toparse con Cuba, duda si es isla o península. Los nativos, él los llama indios, es el primero en imponerles tal falso gentilicio, dicen que es isla, pero Colón sospecha que se equivocan, que en realidad es tierra continental, China.

Envía a Luis de Torres, diestro en hebreo, caldeo y árabe para que intente localizar al Gran Khan, emperador del Asia y le entregue una misiva evangelizadora a nombre de los Reyes Católicos. Huelga mencionar el resultado de tan pintoresca embajada. En el segundo viaje firmará, y obligará a firmar a la tripulación de tres carabelas, una declaración jurada de que Cuba es península, tierra continental, en especial, dice, la provincia de Mango, descrita por Marco Polo. Estipula la declaración que cualquiera que afirme lo contrario sería castigado con una multa de 10,000 maravedíes, 100 azotes o el corte de la lengua. Los aborígenes unánimemente afirman que Cuba es isla, pero, ¿quién hace caso de unos primitivos salvajes, que son, como indica la declaración jurada colombina, gente desnuda que... ni saben que sea el mundo...? También cree Colón localizar en Cuba, según afirma su sobrio amigo Miguel de Cuneo, a Saba, la cuna de uno de los tres Reyes Magos, el oriundo de Asia.

Colón considera su primer viaje un rotundo éxito. Ha llegado, cree, a las postrimerías del Asia, ha tomado posesión, en nombre de los Reyes Católicos, de la fabulosa Çipango, con las espléndidas minas del rey Salomón, ha escuchado referencias a Baneque, la ínsula aurífera y ha localizado valiosísimas cantidades de especies.

Además, ha comenzado a ubicar una geografía fabulosa. Descubre una provincia en Cuba donde la gente nace con cola y una isla en la que todos son calvos. Halla otro lugar en el Caribe en el que residen exclusivamente hombres (supongo que también mujeres) de un ojo, igual que otro en el que sus habitantes tienen hoçicos de perros y son caníbales. Asegura la existencia de una isla, Matininó, poblada exclusivamente por bravas amazonas, quienes, dice Colón, no usan exercicio femenil, excepto lo necesario para la reproducción y eso únicamente con unos feroces antropófagos, que habitan otra isla llamada Carib. Esas fantasías de Colón provocaron insaciables búsquedas, por un lado, de las Amazonas, que redundó en el hallazgo no de espléndidas mujeres, sino de un río lleno de pirañas, y de los antropófagos, sean éstos reales, o, como sugieren algunos escépticos historiadores, imaginados para ser esclavizados.

He aquí el origen de la literatura hispanoamericana que los críticos llaman "real maravillosa". Colón anticipa a Gabriel García Márquez, sólo que sus fronteras literarias entre lo real y lo fabuloso son más tenues que la del eminente escritor colombiano.

Son, además, las tierras que el Almirante describe felicísimas, sus relatos nos obligan a usar expresiones hiperbólicas. Extremadamente saludables, nadie de la tripulación se enfermó, algo poco común en viajes ultramarinos. Un marino que por años padecía de piedras intestinales quedó milagrosamente curado de su vieja aflicción. En su segundo viaje, observemos, la tercera parte de sus acompañantes se enfermaría de diversas dolencias tropicales.

Pedro Henríquez Ureña ha escrito que la literatura colombina es la progenitora de la lírica paisajista antillana en castellano. Colón de marino se hace poeta ensalzando líricamente el paisaje caribeño. Cada isla supera en belleza a la anterior, prematuramente descrita como el más hermoso lugar del mundo. La Española, alega, tiene muy muchas... montañas altíssimas... llenas de árboles de mil maneras i altas, i parece que llegan al cielo; i tengo por dicho que iamás pierden la foia... que los vi tan verdes tan hermosos como son por Mayo en Spaña; y déllos stavan florridos, d'ellos con fruto... Y cantava el ruiseñor i otros paxaricos de mil maneras... Ay pinares a maravilla e ay canpiñas grandíssimas, e ay miel i de muchas maneras de aves y frutas muy diversas.

Una verdadera Arcadia ensoñada.


Acierta Henríquez Ureña, pero sólo si el lirismo colombino, que tampoco alcanza muchos brillos literarios, se percibe en el contexto, por un lado, de las fábulas de Marco Polo y, por el otro, para que no se crea que la empresa es un ejercicio exclusivo de la imaginación literaria, de la búsqueda de las fabulosas riquezas concebidas en esas míticas tierras. Es un lirismo tan interesado como fantasioso.

En la Española funda, al iniciar su administración colonial, la primera ciudad al estilo europeo en el Nuevo Mundo. La bautiza Isabela, en honor de su protectora, la reina de Castilla, ubicada, según opina, en el lugar mejor y más idóneo de la tierra. Ha sido Alejo Carpentier, en El arpa y la sombra, quien genialmente exploró las imaginarias posibilidades eróticas de las relaciones entre la católica reina y el aventurero marinero, para escándalo de piadosos feligreses. Pronto habrá que abandonar la Isabela por sus malas aguas, peores aires, implacables insectos e insoportable calor.

La seducción del oro


Son otros, sin embargo, los principales atractivos de las tierras halladas que seducen a Colón: El omnipresente oro y la numerosa y servicial población indígena. La imaginación de Colón bucea en oro. Oro es quizá el sustantivo más repetido en su diario. De la Española, Colón, tras breve estadía se arriesga a decir: En ésta ay oro sin cuento... sus ríos, los más de los cuales traen oro. Luego remacha triunfalmente: En conclusión... pueden ver Sus Altezas que yo les daré oro cuanto ovieren menester... Los Reyes recordarán esa solemne promesa, en 1500, cuando después de siete años de caótico gobierno colonial, sus reservas auríferas poco hayan adquirido de las fabulosas minas caribeñas forjadas por la imaginación colombina. El Almirante sería entonces desalojado sin mucho protocolo de sus ilusas pretensiones de poder.

Colón llega incluso a sacralizar el oro. En su cuarto viaje, perdido en Jamaica, rechazado por nativos y españoles, asegura que ha encontrado en Veragua, provincia del actual Panamá, los yacimientos más fabulosos de oro.

Corrige su creencia del primer viaje y ubica ahora las minas de Salomón en Veragua, no en la Española. Añade: El oro es excelentíssimo; del oro se hace tesoro, y con él, quien lo tiene, haçe cuanto quiere en el mundo, y llega a que echa las ánimas al Paraíso.

En el primer viaje no se atreve a ir tan lejos. Se conforma en certificar a los Reyes Católicos que con las sumas inmensas de oro que pronto llevará de las islas encontradas, en el curso de sólo tres años se logrará lo que la cristiandad había intentado durante cuatro siglos y fracasado: la conquista de la tierra santa, la recuperación del santo sepulcro de las contaminantes manos musulmanas.

Naturalmente, esa proeza puede lograrse únicamente si la corona, además de usar el oro de las Antillas para culminar el sueño de las cruzadas, nombra para dirigirla nada menos que a su nuevo Almirante del Mar Océano: Cristóbal Colón.

Colón recuerda con velada amargura la reacción de los reyes a ese proyecto, Vuestras Altezas se rieron.

El mercader de esclavos


El otro gran atractivo de las islas es su población. La descripción que de ella hace Colón es significativa. Refiere primero su desnudez —andan todos desnudos, hombres y mugeres, así como sus madres los paren— iniciando así una doble vertiente del pensamiento europeo sobre los nativos americanos.

Desnudos estaban Adán y Eva antes del pecado original, ¿es entonces la desnudez de los nativos señal de inocencia, de falta de malicia? Aquí nace el mito del salvaje noble. Por otro lado, desnudos están los animales, las bestias; la cultura humana medieval encubre moralmente el cuerpo, sobre todo el femenino, raíz de las peores tentaciones carnales, ¿es entonces la desnudez de los nativos señal de bestialidad, de lascivia maliciosa? Aquí nace el mito del salvaje malo.

El énfasis de Colón es más prosaico, de menor vuelo especulativo. La observación de la desnudez va ligada a la próxima. Los indios, dice, no tienen fierro ni azero ni armas. No es un apunte etnográfico. Es más bien una astuta anotación militar. Sus cuerpos desnudos y la ausencia de armas de hierro o acero aseguran la conquista.

Pero, quizá no hay que recurrir a las armas. Porque, ésta es su tercera observación antropológica, los nativos son los seres más tímidos y dóciles del mundo. Las tres observaciones colombinas sobre los indígenas van generalmente ligadas. Señala el 16 de diciembre de 1492: Son todos desnudos y de ningún ingenio en las armas y muy cobardes.

Por eso deja confiado cuatro decenas de hombres en el llamado fuerte de la Navidad, para que busquen oro y sienten las bases de la explotación colonial. A base de su apreciación sobre los nativos, juzga que ese destacamento español no corre peligro alguno, pues los nativos, dice, no saben qué sean armas, y andan desnudos como ya he dicho. Son los más temerosos que ay en el mundo, así que... es isla sin peligro... Supongo que todos los presentes conocen la desdichada suerte de esos hombres. Fueron todos matados en la primera batalla entre los invasores europeos y los indígenas, a quienes parece no les agradó mucho la presencia de unos intrusos fisgoneando en sus territorios y mucho menos violando a sus mujeres (Colón volvió a equivocarse: Olvidó que eran marinos, no monjes).

Antes de esa sonada frustración, imbuido de sus ilusas e interesadas percepciones sobre los nativos, sentencia su conclusión: Ellos deven ser buenos servidores. Y remacha: Son buenos para les mandar y les hazer trabajar y hacer todo lo otro que fuere menester... Para que nadie se equivoque sobre el carácter preciso de la sugerencia, Colón lo explicita. Tras prometer toneles de oro e infinidad de especies exóticas, añade otro encanto comercial de las nuevas posesiones: Y esclavos cuantos mandaran cargar. A Cristóbal Colón, al Christo ferens, al portador de Cristo, a quien dos papas y centenares de obispos quisieron beatificar, compete el honor de ser el primer europeo en sugerir esclavizar a los nativos americanos.

Hombre de acción más que de teoría, pone en práctica su propia sugerencia y en febrero de 1495 intenta iniciar lo que espera sea un negocio lucrativo: el mercado trasatlántico de esclavos indígenas, embarcando para España 600 nativos, en su opinión los de mayor resistencia física. Miguel de Cuneo, quien viajó con ellos, relata el lúgubre resultado. Habiendo llegado al mar de España, creo que por lo insólito del aire más frío que el de ellos, de dichos indios murieron unas 200 personas, que echamos al mar... [En] Cadiz descargamos a todos los esclavos, quienes estaban medio enfermos... No son hombres para trabajos pesados, le temen mucho al frío y tampoco tienen larga vida.

Ese atroz fracaso no desanimó al Christo ferens, quien replica: Bien que mueran agora, así no será siempre desta manera, que así hacían los negros... a la primera... Reitera luego a la corona, absolutamente convencido de la moralidad y la veracidad de sus palabras lo siguiente: En Castilla y Portugal y Aragón y Italia y Sicilia y las islas de Portugal y Aragón y las Canarias gastan muchos esclavos, y creo que de Guinea ya no vengan tantos; y que viniesen, uno déstos vale por tres...

El mensaje es claro: el mercado europeo de esclavos es insaciable, la fuente africana se agota y los indígenas americanos son más resistentes que los negros.

¡La tierra no es esférica!


Debo rechazar la tentación de desviarme por alamedas paralelas.

Quedémonos con el Colón arquetipo del conocimiento científico. Si durante sus primeras expediciones, debido a su errónea geografía, Colón está totalmente confundido, ¿no habrá acaso, cómo opinan algunos intérpretes, corregido posteriormente su perspectiva y entendido que no había hallado la mejor ruta marina para las asiáticas Indias sino un inédito e inmenso nuevo continente, un Nuevo Mundo? La pregunta es pertinente, porque sólo una respuesta afirmativa justificaría la trillada aseveración "Cristóbal Colón descubrió América" a pesar de la evidente contradicción en términos que ella contiene [si Colón es el descubridor, América no debía llamarse “América”; si América realmente debe llamarse “América”, Colón no es su verdadero descubridor].

El momento crucial es a mediados de agosto de 1498, en su tercer viaje. Se encuentra súbitamente con un paisaje impresionante, el torrencial delta del río Orinoco, en la región de la hoy Venezuela. Aunque sigue creyendo que Cuba es península, es su primera confrontación real con tierra continental americana. El
delta y la elevación marina que éste produce golpean el alma del cansado navegante y le obliga a meditar hondamente sobre su significado cosmológico.

Revisemos brevemente los resultados de esa reflexión. Los textos en que se recogen constituyen, desde Bartolomé de las Casas hasta hoy, el punto más agudo de contención y debate entre los lectores e intérpretes de la mentalidad colombina.

Colón se apresta a corregir sustancialmente a Tolomeo, quien había postulado la esfericidad del planeta. Sentencia que el geógrafo clásico y todos sus seguidores se han equivocado al afirmar que el mundo es esférico. Su error procede de que han tenido experiencia únicamente de su hemisferio, el cual parece apuntar a la esfericidad del mundo. Sólo Colón ha tenido la experiencia única de comparar ambos hemisferios del planeta y descubrir que éste no es esférico, ya que de su parte central surge un promontorio.

Para explicarse recurre a dos analogías. El mundo, escribe, no era redondo en la forma qu'escriven, salvo que es de la forma de una pera... El planeta, pues, no es esférico, sino espérico. La segunda analogía es aún más gráfica e interesante. El planeta dice, y cito, fuesse como una teta de muger... la cua toviese el peçon alto... Es asunto de escoger que se prefiere para ilustrar la novedosa cosmografía colombina, la pera o la teta de muger.

Falta lo mejor. Del clima excepcionalmente templado que encuentra y de la benignidad y armonía de los nativos concluye que se encuentra contiguo a un lugar excepcional, extraordinario: el perdido paraíso terrenal, el Edén. Muy assentado, recalca, tengo el ánima que allí... es el Paraíso Terrenal... Por eso llama al lugar, la costa norte de Suramérica, Isla de Gracia. Se trata del descubrimiento de mayor importancia y grandeza en la historia de las exploraciones: Al sur de la Isla de la Trinidad, en la Isla de la Gracia, encuentra nuestro ilustrado Almirante, justo en el ocaso de la historia, el origen de la especie humana, el escenario del drama trascendental de la creación y del pecado: el paraíso terrenal perdido.

Con el descubrimiento del paraíso bíblico, ubicado en el pezón del planeta culminan la geografía y cosmografía colombinas. En el cuarto viaje se limita a repetir sus dislocadas especulaciones, en un momento en el que ya a nadie interesan: El mundo es poco; el injuto d'ello es seis partes, la séptima solamente cubierta de agua. La experiencia ya está vista, y la escreví por otras letras... con el sitio del Paraíso Terrenal... Digo que el mundo non es tan grande...

Terminemos estas irreverentes reflexiones. En febrero de 1505, marginado por el rey católico quien se había hastiado de las especulaciones febriles y la improductividad financiera del genovés, escribe Colón a Diego, su hijo, encomendándole a un compatriota, a quien, dice, la fortuna le ha sido contraria. Se trata de un individuo llamado Américo Vespucio, bajo cuyo nombre, sin saberlo el Almirante, circulaba ya una epístola cuya percepción de las tierras encontradas como un nuevo mundo, de la inmensa magnitud del planeta y de la necesidad de superar las concepciones geográficas medievales y legendarias en las que todavía estaba sumido Colón, llevaría a la trascendental e irreversible decisión de nominar ese nuevo mundo América, en honor imperecedero de ese florentino a quien Colón consideraba infortunado.

¡Pobre Almirante perdido!

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